sábado, 6 de marzo de 2010

Lo que no se debe contar... encontrado en un cajón




relato de un momento en el que no pasa casi nada...

Martes y jueves, cita obligada. El resto de la semana se acomoda. Sé que me toca ir. Ya estoy ahí, aunque me hubieran llevado con los ojos vendados, el olor a hospital es inconfundible. A esa hora no hay mucho ruido por los pasillos. Todo es blanco y gris. Intento pegarme una sonrisa espontánea para darle un beso y que no note mi pena. Todavía no es la hora de la leche y está medio dormido, así que me siento en la silla de plástico blanco a esperar. Todavía entra bastante luz por las ventanas, y hay pocos pacientes en la sala. Otros acompañantes están sentados en la misma posición, la de la resignación. A todos, día más día menos, se nos agotan las ocurrencias controlando el goteo de los sueros. Sobre la pared giran las agujas del reloj, siempre a la misma hora y en la misma dirección. Le pregunto si quiere algo, me dice que quiere dormir y frunce los ojos para que el sueño venga. Mirá que están por traer el té, le contesto. Voy preparando la taza aunque sé que falta media hora. Vuelvo a sentarme y saco algo para leer. Pero es imposible, en el aire hay morfina. A lo lejos se sienten ir y venir los pasos de Aurora y de Sonia, las enfermeras de la tarde. Regreso los ojos al papel. A la cuarta línea me dice que le duelo todo y se quiere poner de costado. Lo ayudo a girar. Ahora los pasos son de Moreira, el médico. Los reconozco porque son más firmes y vienen apurados. Me asomo, nos saludamos al descuido como si ya nos hubiéramos visto. Sí, ya nos vimos, desde hace meses, siempre en la misma situación. Vuelvo a la silla.y miro el reloj, faltan veinte minutos para la leche. Cruzamos una sonrisa cómplice con la señora del de la 29, ella también tiene la taza preparada. Yo estoy en la 23. Me inclino sobre la cama y le acaricio la frente: - ¿Pá, te querés sentar? - No. Controlo el goteo y me quedo enfrascada en la botellita del antibiótico. Por momentos entran ráfagas de olores detestables que se pegan a la nariz.
Nos encontramos con los ojos, los de él todavía tienen vida, puedo verla en el fondo de su mirada. Me acuerdo de los de mi abuela cuando ya estaban llenos de infinito, eran distintos. Es tan fuerte y tan enigmático. ¿Qué pensará de mí, y de todos ahora? Parece dueño de una gran verdad que no quiere contar. La silla de ruedas está contra el rincón, arrumbada. La monto y empiezo a esquivar obstáculos, hago giros en el lugar como Gasalla. Es muy divertido y en la sala ya saben de esta debilidad. Pienso en todas las bacterias y virus que estoy recolectando del piso. Dejo de tocar las ruedas con mis manos. Miro alrededor, encuentro todo desordenado. La mesita de luz desbordada de objetos: dos botellas de agua mineral, pañuelitos de papel, toallitas higiénicas, alcohol en gel, el teléfono, la canasta con la fruta, dos latitas de Coca Cola (por las dudas), una de pomelo light, escarbadientes, edulcorante y el óleo. El cajón no cierra bien, asoman guantes, el cuaderno, cajitas de remedios. En la mesa para comer sigue esperando el tazón. Pienso en ir a buscar algo al quiosco. En eso escucho el carro. Inconfundible, parece un ejército de lata avanzando por el pasillo. Por la hora estimo que no es el de las curaciones. – Papi, llegó el té. Que alivio siento, llegó el té. MN